Tengo cuadernos escritos a mano desde hace tanto tiempo. No me refiero a ésos que se guardan como recuerdo de cursos de escuela o instituto, no, que también tengo alguno, sino a aquéllos otros, llenos de nombres, de secretos, de juegos de letras para adivinar el chico con el que ibas a casarte o con el que tendrías amor (qué curioso, no era lo mismo) u odio o relaciones, palabras cuyas iniciales correspondian, justamente a A M O R. También de referencias a diferentes cuestiones, filosofía de juventud. Páginas con letras de canciones románticas y, sobre todo, poemas y pensamientos.
Esto de escribir, dice García Márquez, es una necesidad como el beber cuando se tiene sed.
De lo que yo siento necesidad, y es así, es de leer, más que de escribir. No es que sufra cuando no leo, bueno, confieso que un poco, pero es verdad que cuando me meto en la cama y abro el libro, o cuando me siento en el sillón, en uno cuyo respaldo se inclina hacia atrás, de esas maneras que uno se sienta cuando no tiene visita, así, medio tumbada y con las piernas sobre el apoyabrazos y los pies colgando y las zapatillas de estar por casa en el suelo, y la lámpara al lado, me siento, sencillamente, bien.
Y suelo tener un cuaderno al lado, con un Pilot negro con el que anoto, más bien garabateo, palabras que me gustan o números de páginas interesantes.
Leí alguna vez que para escribir bien se ha de leer. Desde luego que sí. Me gusta escribir pero, repito, de lo que tengo necesidad y por lo que siento placer es por leer.
Podría exponer razones por las que leo, extraídas de cualquier manual.
Sin embargo, parafraseando a Antonio Gala, cuando dice: "Te quiero porque no puedo dejar de quererte", yo digo: "Leo porque no puedo dejar de leer".
No suelo dar consejos a nadie, quién soy yo para hacerlo, pero sí, en esto de la lectura, recomiendo de una manera casi ferviente dejarse llevar por el placer de la letra impresa.
Esto de escribir, dice García Márquez, es una necesidad como el beber cuando se tiene sed.
De lo que yo siento necesidad, y es así, es de leer, más que de escribir. No es que sufra cuando no leo, bueno, confieso que un poco, pero es verdad que cuando me meto en la cama y abro el libro, o cuando me siento en el sillón, en uno cuyo respaldo se inclina hacia atrás, de esas maneras que uno se sienta cuando no tiene visita, así, medio tumbada y con las piernas sobre el apoyabrazos y los pies colgando y las zapatillas de estar por casa en el suelo, y la lámpara al lado, me siento, sencillamente, bien.
Y suelo tener un cuaderno al lado, con un Pilot negro con el que anoto, más bien garabateo, palabras que me gustan o números de páginas interesantes.
Leí alguna vez que para escribir bien se ha de leer. Desde luego que sí. Me gusta escribir pero, repito, de lo que tengo necesidad y por lo que siento placer es por leer.
Podría exponer razones por las que leo, extraídas de cualquier manual.
Sin embargo, parafraseando a Antonio Gala, cuando dice: "Te quiero porque no puedo dejar de quererte", yo digo: "Leo porque no puedo dejar de leer".
No suelo dar consejos a nadie, quién soy yo para hacerlo, pero sí, en esto de la lectura, recomiendo de una manera casi ferviente dejarse llevar por el placer de la letra impresa.
Y ya me contarás.
5 comentarios:
Yo también soy un gran defensor de la lectura. Aunque estos últimos años he dedicado más tiempo a la lectura de textos científicos, siempre tengo en mi mesilla de noche alguna novela. La última que he leído: "El niño del pijama de rayas". Algunos me han dicho que se trata de una novela Naïve, o infantil, pero me importa un pimiento. Cuando leo una novela intento involucrarme al máximo con la trama, con los personajes, con el escenario. Un libro es un placer para todos los sentidos: para la vista, porque los diseñadores gráficos cada vez preparan portadas de mejor calidad estética (ya he visto la última de "El País del señor Adell y García, por ejemplo: ¡Felicidades!); para el tacto, porque en la era de internet en la que vivimos, donde cada vez encontramos más libros virtuales, es estupendo sentir el cambio de página,como dice María Jesús: sentado en el sillón del salón que se inclina hacia atrás (ese sillón lo deben tener los ricachones porque yo tengo un sofá normal y corriente), acompañado de una buena luz ambiental; para el oído, porque las historias que los libros nos cuentan nos recuerdan sensaciones, los sonidos que se producen en torno a un café, o a un parque, o en el caso del libro que os he comentado, el llanto, la lluvia continua en un campo de concentración, la inocencia de dos hermanos y son continuas discusiones o los gritos de unas personas que, carentes de humanidad, hacen la vida imposible a esas otras gentes del pijama de rayas; Y en cuanto al gusto no se me ocurre nada. La verdad es que no sé a qué sabe un libro, y eso que podría haberlo sabido porque recuerdo cuando era pequeño que en una conocida pastelería de Zaragoza tenían el libro del Quijote de "chocolate".
¡Ostras que incoherencia y paranoia de comentario acabo de hacer! Eso es que es Jueves y mis neuronas empiezan a estar cansadas, esperando que llegue ya el fin de semana.
Abrazo
Je, je, je, je, je, je, je, je, Fran, eres genial. Absolutamente genial y único.
He leído el libro que comentas.
Recomiendo uno maravilloso, para las personas que tienen, como tú, sensibilidad: Libro de las preguntas(Neruda e Isidro Ferrer), ya que has hecho alusión al libro de Adell y García, -viva la propaganda- ilustrado por el excelente diseñador.
Por último: un libro... ¿sabes a qué sabe?... a gloria.
Abrazo (qué hermosa palabra. Me la apropio, así, en singular, así es hermosa).
Aclaración: Isidro Ferrer, a quien conozco personalmente, con quien he hecho cursos, yo de alumna, claro, y a quien admiro por su sentido de la estética, es diseñador gráfico, repito, gráfico e ilustrador. Una joya. Os recomiendo todo de él.
Hace muchos años que leo. Empecé, debo reconocerlo, como lector penitente. Sí, soy de las primeras generaciones de la EGB y, al terminarla, en octavo, ya habíamos leído lo más significativo de la Literatura universal. Recuerdo que como libro de texto de literatura teníamos los dos tomazos –manuales que aún conservo – de Senda, de la editorial Santillana. Fragmentos del Pantchatandra, Mahabarata, Ilíada y Odisea; Poema de Mío Cid enterito con la Jura de Santa Gadea como aperitivo, medio Quijote y una novela Ejemplar a elegir entre el amplio surtido; poemas y más poemas del orbe renacentista y barroco, La vida es sueño; El sí de las niñas y varias fábulas de Iriarte y de Samaniego; Las Rimas y leyendas de Austral que aún conservo; Crimen y castigo enterita como los boquerones y luego, para colmar la paciencia, temple y aguante de todos nosotros, entre fragmentos y obras enteras, aún conservo algunas copias de los clichés de multicopista o los sempiternos ejemplares de Austral...Darío, Machado, Juan Ramón, Miguel Hernández, luego un paréntesis entonces inextricable hasta Alfonso Sastre (Escuadra hacia la muerte me encantó), dramas de Paso, Mihura y, como colofón, La colmena. Paralelamente a ello, el mismo profesor nos impartía las clases de lengua siguiendo los rosáceos manuales de Norma, de la misma editorial. Algunas tardes, después de tocar el timbre, los percebes, como yo mismo, debíamos quedarnos hasta no sé que hora por el inimaginable delito de haber cometido una sola falta, una, en cualquiera de los textos entregados al profesor. Horas y más horas de trabajo mecánico recopiando infinidad de veces la palabrita en cuestión. Recuerdo una en concreto que holló en mi memoria un trazo indeleble: irrevocablemente. Sí, quizás no había otra de más corta. La copié, como el resto, mil veces. No había piedad, ni compasión, ni beneficios carcelarios por aquel entonces.
En el instituto, antes de que los demagogos y otros frustrados huidos de las aulas se cargasen el BUP, mientras la mayoría de compañeros que procedían de otros colegios debían leer por primera vez las lecturas propuestas, los afortunados que proveníamos del de los operarios nos deleitábamos con simples relecturas. Allí empecé a agradecerle a mi antes odiado instructor los onerosos esfuerzos que a la lectura había dedicado.
Pasaron los años, de la penitencia llegué a la devoción, hasta ahora mismo. Docenas y docenas de libros que han pasado por mis manos, sabes, siempre me ha intrigado el saber qué pensaban los lectores que antes habían pasado su vista por los renglones leídos por mí. Cómo fueron sus mundos imaginarios sugeridos por las mismas palabras, cuánto placer experimentaban al tocar el papel, al pasar las hojas, al oler el aroma de la celulosa impresa. Sus diarios, sus cuadernos de notas, sus posibles fichas de lectura, sus acotaciones, sus glosas, el rastro que de todo ello permaneció en su memoria. La palabra impresa trasciende la contingencia del espacio y del tiempo, como si las cifras no apresaran una sola fecha, sino que abriesen las puertas de la eternidad, que permitiesen el acceso al agujero negro de la atemporalidad lectora desde nuestro particular sancta sanctórum en donde cada uno de nosotros, en zapatillas, reclinados o enseñando el ombligo, nos sumimos en el microcosmos basal, placentero y amniótico que nos aísla del Telediario, de la rutina y de todo cuanto nos rodea.
Gracias a mis maestros, gracias a mis autores, gracias a mis libros y gracias a ti por haberme permitido este tiempo de recuerdos aletargados y candentes.
Yo también, qué curioso, he pensado muchas veces justamente en eso: qué imaginarán otras personas, qué sentirán, qué les sugerirán las mismas palabras que yo he mirado, las mismas páginas, qué imágenes relacionarán o qué escalofríos les recorrerán al leer lo que yo también he leído.
A las personas que gustamos de los libros nos une un hilo invisible pero real.
Y es una maravilla comprobarlo, aunque sólo sea en un blog diminuto dentro del universo.
Gracias por estar.
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