viernes, enero 11, 2008

Aquella patria perdida

Hace tiempo que no entro un estanco. No sé qué precio tiene el tabaco ni cuántas marcas hay. Los días se llevaron la letra del humo que ciega los ojos o la de que fumando espero al hombre a quien yo quiero.
Cuando yo era pequeña, in illo tempore, en el del Sr. José, situado a dos calles de la mía, se vendía, además del tabaco, en cajetillas y de liar, postales de familias perfectas (madre cosiendo, padre leyendo periódico, hijo jugando con tren, hija con muñeca, abuelo mirando), y también batas de mujer, pañuelos, hilos, sellos y varios tipos de sobres, cintas de raso, ropa interior de ambos sexos, figuritas de belén, dedales,… sobre un mostrador de madera que tenía la parte superior llena de objetos diversa índole y cubierta por un cristal duro.
Venía a ser una especie de mercería-estanco, de forma alargada y estrecha, adornada con un escaparate diminuto junto a la entrada.
Su mujer, la Sra. María, atendía una pescadería a la que se accedía a través de una puerta lateral o directamente desde la calle.
El Sr. José murió hace años. Cuanto me viene a la mente de él es su bigote moreno. El tiempo hace que se diluyan en el olvido los rasgos de las personas que ya no están
Tengo entendido que su viuda pasa temporadas en un pueblo de la provincia de Barcelona, donde reside su único hijo, ya casado y padre.
Pero alguna vez la veo por aquí, ya mayor, y la miro, sí, y le hablo de cómo está, de cómo sigue la vida, conversaciones triviales de calle, pero siempre me quedo con las ganas de decirle:
Ábrame el estanco, si usted lo tiene a bien, que quiero respirar de nuevo aquel olor mezclado de tergal, tabaco, pescadillas y serrín en días de lluvia del que, seguro, siguen tapizadas las paredes.


Las horas de mi vida me siguen recordando la infancia, aquella, según Ernesto Sábato, patria perdida.

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