Cerca de mi casa hay una cabina telefónica. Pasa casi desapercibida para mí, a pesar de que está colocada en el centro de una acera ancha, junto a un banco y varios árboles. Pero muchas veces ocurre que los elementos, de tanto formar parte de nuestro entorno, se vuelven insignificantes y anodinos.
Hace unos días pasé por allí; yo iba conduciendo; tuve que frenar al llegar a su altura, junto a la carretera nacional que atraviesa mi pueblo, para ceder el paso a los coches que circulaban en dirección perpendicular.
En su interior hablaba un chico de unos 20 años, auricular en mano, echando el consiguiente dinero para mantener la conversación. Me pregunté si estas máquinas se han actualizado para introducir euros o si la ranura por donde se meten las monedas es la misma que antaño.
Los cristales laterales aparecían sucios y no había puerta.
Cuántas conversaciones se habrán mantenido ahí, cuántas manos habrán tomado, calientes, estremecedoras, confiadas, nerviosas, felices, hurañas, el auricular para expresar o recibir noticias que, quizás en alguna ocasión, han cambiado la vida de uno.
El chico en cuestión no era inmigrante. Imaginé que su móvil se lo habían requisado sus padres por algún motivo y que él, teniendo necesidad de hablar, tal vez con su chica, optó por esta solución.
Dicen que las cabinas telefónicas han dejado de ser rentables desde hace unos años. No me extraña. El boom de los móviles ha hecho que se pierda, incluso el secreto de las palabras que antes se susurraban desde estos lugares, para dar paso a una especie de conversación a mil bandas en medio de cualquier calle, oficina, incluso entierro o celebraciones varias.
Dejaron de pasar coches un momento. Metí la primera y aceleré. El chico quedó allí, ausente a todo lo demás, conversando, tal vez, con su chica.
2 comentarios:
He vuelto a la normalidad. Terminaron las vacaciones y retorno a mi actividad; también a tu blog, y compruebo que sigues aquí, para deleite nuestro.
Deleite compartido.
Abrazo
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