Las seis de la mañana. Pero si yo había puesto el despertador a las seis y media, a qué fin se adelanta. Es el de Ana. Suena el tiempo suficiente y a la intensidad espantosa que algunos artilugios de éstos tienen (algún día hablo de ellos) como para poner en pie a un regimiento militar (de cuando se iba a la mili, claro).
Me levanto. Ella, como el resto, continúa durmiendo. No voy a ser yo quien la aleje de su sueño hasta dentro de un rato. Se sabe todo el Románico de memoria, y eso que el examen lo tiene mañana y que aún hay tiempo de repasar.
A las siete de la mañana me voy a la cocina. Ya he hecho otras cosas; léase lo que quiera imaginarse en cuestiones domésticas. Ana está estudiando. María, ídem. He de preparar la comida. Hoy tengo encuentro con la gente del teatro y Karim nos prepara cuscús para quince.
Me levanto. Ella, como el resto, continúa durmiendo. No voy a ser yo quien la aleje de su sueño hasta dentro de un rato. Se sabe todo el Románico de memoria, y eso que el examen lo tiene mañana y que aún hay tiempo de repasar.
A las siete de la mañana me voy a la cocina. Ya he hecho otras cosas; léase lo que quiera imaginarse en cuestiones domésticas. Ana está estudiando. María, ídem. He de preparar la comida. Hoy tengo encuentro con la gente del teatro y Karim nos prepara cuscús para quince.
Dejaré preparadas sopa y carne empanada en casa.
Sí, sí.
Sartén en fuego. Nevera abierta, carne en su lugar, plato, huevos. Abro un armario superior para coger el pan rallado. Lo cojo y lo dejo sobre la encimera. De repente, una bolsa de sopa de caracolas, abierta de otro día pero sin volver a cerrar bien con una goma de pollo, como las que ponía Alicia cuando venía a hacer la comida (Mª Jesús, pon siempre una goma de pollo para cerrar los paquetes que están abiertos, así no se desparramará todo, como te pasa alguna vez. No los dejes abiertos, aunque los vayas a utilizar dentro de poco, que no te acordarás y se te caerá; al tiempo), se cae; primero se tambalea a causa de mi maniobra para coger el ralladito, sobre otra de macarrones, todo en cuestión de milésimas de segundo, y, a continuación, se desploma toda ella sobre un huevo colocado sobre el mármol.
El huevo hace clac, como cuando se tiran los globos de agua de los críos que, en verano, juegan a mojarse, y con el clac aparece la yema y la clara brincando a placer. Las caracolas, desposeídas de su envoltura plástica y con el golpe desde el armario, se desparraman, eso sí que es desparramarse, cual volutas de polvo. Unas se van al suelo, muchas otras, sin embargo, vuelan hasta un cubo de fregona o hasta la sartén; las hay más vigorosas, que llegan hasta la mesa, en saltos mortales que para muchos gimnastas se quisiera. Otras, juguetonas, se meten entre las figuras de ajedrez que alguien dejó ayer con la caja abierta en el suelo. Las más modestas se quedan bajo la mesa y otras, de un plumazo, aparecen en el pasillo (no atraviesan la puerta, claro, que hasta eso no llegan, pero si ésta está abierta y cerca, entiéndase que es posible y, además, en este caso, cierto). Bien, las caracolas, después de unos segundos interminables, se han depositado allende el espacio cocinero. Pasar el aspirador a estas horas casi que no procede, así es que me las voy a apañar con la escoba para que las susodichas desaparezcan de mi vista y aterricen en el cubo de la basura lo antes posible, y que el amago de infarto no me llegue rodeada de pasta por doquier. Pero, oh, no puedo ni empezar. A raíz de la caída de la bolsa de caracolas, la de pan rallado, la de empanar la carne en cuestión, y rozada por la anterior, se acerca en un momento al fuego donde la sartén arde en deseos de engullirse los filetes. Y, claro, como el fuego quema, la esquina de la bolsa se arruga y empieza a fosforecer todo. Menos mal que mi raciocinio humano actúa a la velocidad supersónica que corresponde en estos casos. Aparto la sartén y la bolsa del fuego, todo de un plumazo. El aceite calentito, ardiendo casi, se desmorona por la superficie antideslizante y, a cámara lenta lo digo, va bailando de allí hacia donde le lleva la gravedad, poco a poco, muy despacio, sí, sí, hasta llegar a mi precioso pie derecho, que no está cubierto más que por las tiras de unas chanclitas de ruso (las otras, todo tengo que aclararlo, están lavadas), de las que se utilizan en el baño. Y como dicen que lo que mata, cura, ya estoy empapando la llaga desorbitada, que ipso facto, ha aparecido en mi piel, de aceite olivero, mientras el ruido de la campana extractora ameniza la escena.
Cinco minutos después, cual atleta olímpica de los cien lisos, recojo y limpio, cocino y friego, empano y tapo, y así sucesivamente. Vamos, lo que se dice dejarlo todo como los chorros del oro y con la comida lista.
A las ocho de la mañana me quito el delantal (y lo demás, claro) y me meto en la ducha.
-Mamáaaaaaaaaaaaa, una caracola en la mesa.
-La he puesto yo, alma mía, para que nos recuerde a aquéllas que, en verano, nos hablaban de mares al oído.
Sí, sí.
Sartén en fuego. Nevera abierta, carne en su lugar, plato, huevos. Abro un armario superior para coger el pan rallado. Lo cojo y lo dejo sobre la encimera. De repente, una bolsa de sopa de caracolas, abierta de otro día pero sin volver a cerrar bien con una goma de pollo, como las que ponía Alicia cuando venía a hacer la comida (Mª Jesús, pon siempre una goma de pollo para cerrar los paquetes que están abiertos, así no se desparramará todo, como te pasa alguna vez. No los dejes abiertos, aunque los vayas a utilizar dentro de poco, que no te acordarás y se te caerá; al tiempo), se cae; primero se tambalea a causa de mi maniobra para coger el ralladito, sobre otra de macarrones, todo en cuestión de milésimas de segundo, y, a continuación, se desploma toda ella sobre un huevo colocado sobre el mármol.
El huevo hace clac, como cuando se tiran los globos de agua de los críos que, en verano, juegan a mojarse, y con el clac aparece la yema y la clara brincando a placer. Las caracolas, desposeídas de su envoltura plástica y con el golpe desde el armario, se desparraman, eso sí que es desparramarse, cual volutas de polvo. Unas se van al suelo, muchas otras, sin embargo, vuelan hasta un cubo de fregona o hasta la sartén; las hay más vigorosas, que llegan hasta la mesa, en saltos mortales que para muchos gimnastas se quisiera. Otras, juguetonas, se meten entre las figuras de ajedrez que alguien dejó ayer con la caja abierta en el suelo. Las más modestas se quedan bajo la mesa y otras, de un plumazo, aparecen en el pasillo (no atraviesan la puerta, claro, que hasta eso no llegan, pero si ésta está abierta y cerca, entiéndase que es posible y, además, en este caso, cierto). Bien, las caracolas, después de unos segundos interminables, se han depositado allende el espacio cocinero. Pasar el aspirador a estas horas casi que no procede, así es que me las voy a apañar con la escoba para que las susodichas desaparezcan de mi vista y aterricen en el cubo de la basura lo antes posible, y que el amago de infarto no me llegue rodeada de pasta por doquier. Pero, oh, no puedo ni empezar. A raíz de la caída de la bolsa de caracolas, la de pan rallado, la de empanar la carne en cuestión, y rozada por la anterior, se acerca en un momento al fuego donde la sartén arde en deseos de engullirse los filetes. Y, claro, como el fuego quema, la esquina de la bolsa se arruga y empieza a fosforecer todo. Menos mal que mi raciocinio humano actúa a la velocidad supersónica que corresponde en estos casos. Aparto la sartén y la bolsa del fuego, todo de un plumazo. El aceite calentito, ardiendo casi, se desmorona por la superficie antideslizante y, a cámara lenta lo digo, va bailando de allí hacia donde le lleva la gravedad, poco a poco, muy despacio, sí, sí, hasta llegar a mi precioso pie derecho, que no está cubierto más que por las tiras de unas chanclitas de ruso (las otras, todo tengo que aclararlo, están lavadas), de las que se utilizan en el baño. Y como dicen que lo que mata, cura, ya estoy empapando la llaga desorbitada, que ipso facto, ha aparecido en mi piel, de aceite olivero, mientras el ruido de la campana extractora ameniza la escena.
Cinco minutos después, cual atleta olímpica de los cien lisos, recojo y limpio, cocino y friego, empano y tapo, y así sucesivamente. Vamos, lo que se dice dejarlo todo como los chorros del oro y con la comida lista.
A las ocho de la mañana me quito el delantal (y lo demás, claro) y me meto en la ducha.
-Mamáaaaaaaaaaaaa, una caracola en la mesa.
-La he puesto yo, alma mía, para que nos recuerde a aquéllas que, en verano, nos hablaban de mares al oído.
9 comentarios:
Simplemente un texto genial. Todavía tengo una leve sonrisa recordando los detalles de la escena.
Abrazo
Pan rallado, caracolas, aceite, carne de empanar, huevo...como un collage minimalista has conseguido enervarme en esta mañana tan poco elocuente de finales de otoño. Los rusos son malos hasta para esto, no se contentan con alterar presuntamente sus pocesos electorales y mil fechorías más, que, para más inri (lo digo por lo de tu pasión y de tus llagas (¿también cinco o sólo una?) permiten que el afectuoso tejido que lleva su nombre no sea impermeable, ignífugo y atérmico. ¡Qué le vamos a hacer! Deberías comprarte zapatillas de americano, seguro que van mejor. De todos modos, si te decantas por las de made in China, haz antes las pruebas pertinentes, no vaya a ser que vuele la casa por los aires si hubiere otro derramado de aceite.
Gracias por mis nervios.
Me he reido muchísimo imaginando la escena. A ver con que nos sorprendes mañana.
Besos.
Espero que tu familia haya disfrutado del menú preparado.
Eres genial incluso en la cocina.
María
Dime si vas a publicar algún libro para ser la primera en comprarlo. No me lo pierdo por nada del mundo.
Eres única.
Sois estupendos.¡Es tan gratificante teneros junto a mí!
Es encantador tenerte ahí para leer y sonreir, gracias. Un beso.
Ohhhhhhhhhh, Gabriela!!!!!!!!!!! bienvenida al club de los poetas muertos.
me encanta te ner la de profesora es un profe estupenda
gracias por ser a si:
FIRMADO:
JULIA MARTINEZ SOLANS
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